A lo largo de estos últimos años se han dado pequeños pasos de concienciación entre la ciudadanía como el de cerrar el grifo del agua mientras nos cepillamos lo dientes y parece que algo se ha empezado a mover en los gobiernos de los Estados de la Unión Europea al establecer una serie de medidas para el ahorro energético, pero estas disposiciones adoptadas en el plan de ahorro llegan tarde, son insuficientes y coyunturales. Un mero parche que en el fondo no pretende otra cosa que reducir a corto plazo la dependencia del gas ruso.
Hace falta un cambio profundo en nuestra mentalidad y forma de interactuar en un mundo que nos está dando claras señales de agotamiento. Es un ejercicio básico de solidaridad. Es también un compromiso contra el despilfarro de los recursos de nuestra casa común que a final pagamos todos y por ello fomentar la cultura de la austeridad energética es fundamental, intensificando los esfuerzos para lograr mayores y mejores cotas de ahorro en nuestro consumo energético a corto y medio plazo.
No son únicamente motivos estratégicos y coyunturales los que nos deberían llevar a cumplir con este plan de ahorro. Prueba de ello es ver cómo varios países, ante los cortes de suministro impuestos por Rusia y la previsión más que probable de falta de gas para el próximo invierno, se hayan apartado de los objetivos climáticos al subvencionar los hidrocarburos y más concretamente Alemania, Austria, Inglaterra o Francia hayan empezado a reactivar la producción eléctrica a base de carbón, lo que va a provocar que aumenten considerablemente las emisiones de CO2.
Debemos ser conscientes de que esta crisis se nos está planteando como si fuera única y exclusivamente una crisis de suministro de energía, cuando realmente estamos inmersos en una crisis sistémica organizativa, de modelo energético y de modelo producción. Es por eso por lo que los cambios tienen que ir precisamente por esta misma dirección.
El supuesto crecimiento infinito que nos han venido vendiendo continuamente es absolutamente insostenible e imposible de mantener, por lo que una de las soluciones pasa por repartir la riqueza y centrar las políticas públicas de bienestar en la justicia social y sostenibilidad ecológica.
Si queremos un verdadero cambio profundo y duradero que revierta la situación actual de colapso, deberíamos ser plenamente conscientes del momento en el que nos está tocando vivir, de que las limitaciones que impone un mundo con recursos naturales finitos deben ser asumidas aplicando criterios de equidad y de reducción de la huella ecológica y actuar de manera consecuente para de esta manera poder:
- Reevaluar los valores individualistas y consumistas y sustituirlos por ideales de cooperación y solidaridad.
- Reconceptualizar el estilo de vida actual.
- Reestructurar los sistemas de producción y las relaciones sociales en función de la nueva escala de valores.
- Relocalizar, es decir, reducir el impacto generado por el transporte internacional e intercontinental de mercancías y fomentar simplificando la gestión local de la producción.
- Redistribuir la riqueza de manera efectiva.
- Reducir el consumo, simplificar el estilo de vida de los ciudadanos. Apostando decididamente por una vuelta a lo pequeño y a lo simple, a aquellas herramientas y técnicas adaptadas a las necesidades de uso, fáciles de entender, intercambiables y modificables.
- Reutilizar y reciclar alargando el tiempo de vida de los productos para evitar el despilfarro actual. Evitar el diseño de productos obsolescentes.
No podemos enfrentarnos a esta situación de crisis ambiental y sistémica sin cambios estructurales en el ámbito económico y social. Estas transformaciones son urgentes y no van a estar exentas de cierto sacrificio social. Es como estar la noche antes del examen de selectividad y apenas haber comenzado su preparación. Esa noche, no nos engañemos, será de todo menos fácil, habrá que esforzarse y tomar decisiones…
Por último, decir que si se pusiesen en marcha de forma paulatina las medidas anteriormente planteadas, se trabajaría menos horas en total, se llegaría, en cierta medida, a lograr frenar la despoblación de grandes zonas que actualmente están siendo abandonadas en pos de una vida supuestamente mejor. Incluso se podría dedicar más tiempo a los cuidados no remunerados, menos al empleo (tanto público como privado) y aparecería un campo de trabajo autogestionado no capitalista enmarcado en la economía social y solidaria en línea con lo que el carlismo ha venido defendiendo desde sus orígenes a lo largo de estos dos siglos de historia; la defensa del bien común. En definitiva, un proyecto de vida más justo y solidario que merecería la pena ser vivido.
Si así fuera, el mundo en general, la madre Tierra y las generaciones venideras nos lo agradecerían de verdad.
David Martínez